No creo que el cardenal Juan Sandoval Íñiguez estuviera pensando en que sus palabras iban a tomarse con naturalidad, como un ejercicio normal la libertad de expresión a la que todos tenemos derecho. Más parece –y de ahí el lenguaje soez empleado– que la intención suya era insultar, ofender, poner las cosas a un nivel tal que ni los ministros de la Corte ni el jefe de Gobierno pudieran reaccionar. Las furias lanzadas por el cardenal no lograron impedir que: a) se reconociera la constitucionalidad de las leyes sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo aprobadas en el DF, ni b) que el máximo tribunal votara a favor de que dichas parejas pudieran adoptar, asunto que en verdad escuece las fibras más profundas e intolerantes del pensamiento conservador y no sólo del eclesiástico. En otras palabras, sin argumentos, perdida la partida legal, el prelado se saltó la trancas del decoro para causar un daño moral a los destinatarios de sus dicterios, asumiendo la actitud levantisca que lo ha hecho singular entre los miembros de la curia. Pero esta vez le salió el tiro por la culata y se equivocó: la sociedad mexicana no es la que vive el cardenal en su laberinto de poder omnímodo, aunque los grupos más reaccionarios persisten en sus viejas obsesiones.
El episodio se suma a una larga cadena de ataques que tienen en la mira un objetivo central: doblegar al Estado laico hasta convertirlo en una institución funcional a los intereses de la Iglesia católica. Persiste el rechazo a la modernidad tal y como se expresa en la doctrina constitucional mexicana y, en especial, en la Carta Magna de 1917, aunque ya no se busque desconocer formalmente la separación de Iglesia y Estado, demonizando al laicismo, sino, más bien, reinterpretar el papel del catolicismo en la sociedad mexicana, garantizándole una suerte de hegemonía sobre la moral pública que, en definitiva, no se aleja demasiado de la vieja visión del Estado confesional, pero sí le impide articularse con las aspiraciones de la secularizada sociedad del siglo XXI. Ya no exigen que el catolicismo sea la religión de Estado, pero no aceptan que el laicismo deba proteger por igual las creencias de todos los ciudadanos, sin confundir la moral pública con los valores de una confesión en particular, por importante que sea el número de sus fieles seguidores. Quieren, por tanto, que el Estado promueva en los espacios educativos y garantice en los medios públicos la enseñanza de las religiones y, sin decirlo, convierta a tales instituciones, la Iglesia católica en especial, en una suerte de sujeto político no obligado a responder por sus actuaciones. Eso es lo que está en el fondo de los arrebatos del cardenal y en las fobias de otros ministros del culto que se han sumado para defender, según ellos, la “libertad de expresión”.
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